*005 — Para ganar solo necesitas jugar lo suficiente
Optimizar nos da la vida... pero también nos la puede quitar
El objetivo de un juego finito es ganar. El objetivo de un juego infinito es seguir jugando.
James Carse
En el entorno corporativo resuena mucho cualquier idea relacionada con la optimización; en sus distintas vertientes: equipo, operaciones, producto… A las startups, una vez superado su estadio inicial, se les pide que optimicen su actividad para hacer que su negocio sea sostenible en el tiempo.
La optimización se ha convertido en una suerte de dogma empresarial: nadie la pone en duda, y todo el mundo trata de ir hacia ella de forma incondicional. Sin embargo, optimizar tiene también sus contrapartidas (en estrategia sabemos bien que no hay elección sin renuncia).
Optimizar, técnicamente, consiste en incrementar el grado de aprovechamiento de los recursos de los que disponemos, que no es otra cosa, que acercarnos cada vez más al límite de nuestras capacidades. Como se puede suponer, ello encarna un peligro potencial (mortal): el colapso.
Cuanto más estresamos un sistema —y optimizar, en el fondo, es estresar— más nos aproximamos a su límite teórico. Y si rompemos el sistema, ya no hay juego al que jugar. Por intentar conseguir un último giro de tuerca, hemos acabado por rompernos. Game over.
La trampa de la optimización
La ventaja de escalar una idea a la condición de dogma, es que nos facilita la vida: todo es más sencillo en la afirmación. Sin embargo, la desventaja es que dejamos de examinar la idea de forma crítica.
No seré yo quien niegue la optimización como un valor fundamental en la sostenibilidad de un proyecto —¡ni se me ocurriría!—, pero no a cualquier precio. Que algo sea bueno, no significa que lo sea indefinidamente.
Casi todas las cosas buenas en la vida pierden dicha cualidad en un determinado punto; la relación lineal no dura para siempre. Ni siquiera el agua, elemento fundamental en nuestra vida, mantiene su cualidad de buena de forma incondicional: superada cierta ingesta, termina por ser mortal, dado que los órganos no serán capaces de abastecer el pico de demanda que le habremos generado. Algo parecido sucede con la optimización: es buena hasta que deja de serlo. Y cuando deja de serlo, puede que como el agua, termine por matarnos.
Esto nos lleva de lleno a reflexionar sobre un juego previo, totalmente invisible, y que somos incapaces de ver porque lo damos por asumido: la supervivencia. El hecho de estar vivos hace que no pensemos en que podríamos dejar de estarlo. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La supervivencia está en juego cada día, solo que no la sentimos.
Existir (sobrevivir) es la premisa que hace que el resto de acciones sean siquiera pensables. Podemos invertir, cambiar, negociar, visionar… o cualquier otra actividad que se nos ocurra, solo a partir de la premisa de estar vivos. Podemos jugar al juego porque, en primera instancia, hay un juego al que jugar.
Por todo ello, asegurar la supervivencia (el juego) debería ser nuestra prioridad número uno bajo cualquier circunstancia. El resto de objetivos (todos los juegos posibles dentro del juego) deberían quedar relegados a un segundo nivel. Optimización incluida.
Un equilibrio casi imposible
No caigamos en el simplismo: optimizar mejora claramente la supervivencia. De hecho, es condición necesaria de la misma. Sin embargo, llegado a un determinado punto, el efecto se invierte, y como decíamos, se nos vuelve en contra (en el artículo anterior hablaba del concepto de la «U invertida»). Se trata, por tanto, de una tensión dinámica.
Una tensión que debemos manejar con sumo cuidado. Por un lado, tenemos la clara consigna de no sobrepasar el punto crítico, porque puede que no haya vuelta atrás (muerte). Pero, por otro lado, tenemos que estresar (optimizar) el sistema lo suficiente para hacerlo sostenible en el tiempo. De algún modo, somos funambulistas avanzando por una cuerda fina, finísma, donde un desbalance hacia cualquier de los dos costados nos abocará al mismo final. Poco de ciencia y mucho de arte.
Desgraciadamente, la balanza termina por inclinarse casi siempre en favor de la optimización. Primero porque la supervivencia, como comentábamos, nos resulta invisible a los ojos. Pero segundo, porque la optimización cuenta con una característica que nos la hace especialmente prominente: su mensurabilidad. Podemos traducirla en números, y eso nos proporciona objetividad y precisión. Esta cualidad hace que termine por establecerse como nuestro sistema valorativo (cómo de bien o cómo de mal lo estamos haciendo), y aquí es donde empieza la trampa.
La compulsión del número
Los números nos resultan profundamente adictivos. Primero los queremos conocer; y una vez los conocemos, los queremos mejorar. Es inevitable. Una espiral que no acaba nunca. Por su cualidad fraccional, los números nos invitan a mejorarlos de forma infinita. Hasta que alcanzamos el umbral de «toxicidad»: el deportista se lesiona, el artista se corrompe, la empresa se derrumba.
A pesar de que sabemos con certeza que hay un momento exacto en el que debemos parar, en la práctica resulta muy difícil de identificar, puesto que lo percibimos como un continuo («¡Venga, todavía podemos apretar un poquitín más!»). Los números siempre nos permiten ir un poco más allá. Dentro de este juego hipnótico, la sensación de peligro se desvanece por completo.
Resulta verdaderamente complicado despojarse del que, hasta ese momento, ha sido nuestro sistema valorativo. Un sistema que hemos alimentado, y del que hemos aprendido durante un largo tiempo. ¿Cómo podemos de pronto romper con él? ¿Cómo juzgaremos nuestras acciones a partir de ahora sino es optimizando las métricas habituales? Es como «matar al padre». De pronto nos vemos desprovistos de toda ética.
¿A qué juego estamos jugando?
Una de las habilidades fundamentales de todo buen estratega es disponer de una gran flexibilidad cognitiva. Contar con la elasticidad mental para apegarse y desapegarse de las herramientas e ideas en función del contexto y el reto a resolver. Algo nada sencillo, desde luego ¿Cómo dejar de lado todas aquellas herramienta que nos resultado tan fructíferas a lo largo de tantos momentos? Lamentablemente, lo que nos llevó del punto A al B, y del B a C, no tiene porque llevarnos esta vez del C al D. Es más, puede que en este caso requiramos de una aproximación contraria. El desapego, la frialdad y el pragmatismo desempeñan un papel fundamental en esos instantes.
Algo similar ocurre con la optimización: debemos darnos cuenta de cuándo es el momento idóneo para volcarse en ella, y cuando es necesario desconsiderarla casi por completo (de nuevo, la tensión dinámica).
En los últimos años, si hay una palabra repetida en el seno de las organizaciones esta es, sin duda, «incertidumbre». En este nuevo escenario, el entorno se presenta eternamente cambiante, y en consecuencia, todo acto de predicción resulta baladí. Esta realidad colisiona de lleno con el dogma de la optimización, que por definición da por hecho un entorno estable.
Decíamos al inicio del texto que optimizar es acercarnos al límite teórico del sistema. Pero, ¿qué ocurre cuando además tenemos poca capacidad predictiva sobre las demandas a afrontar en el futuro? Nuestro sistema se torna todavía más frágil a su ya frágil situación de partida (sistema al límite). En el mejor de los casos, tendremos poco margen de maniobra; en el peor, colapsaremos por falta de recursos. Por ello, esta nueva realidad exige una capa extra de protección ante la contingencia.
Principios para incrementar nuestra resiliencia
A continuación comparto 5 ideas para estar mejor preparados ante contextos de alta incertidumbre. Ideas en favor de la supervivencia, aunque en muchos casos, en contra de la optimización. La mayoría de ellas derivan directamente de la biología, la ciencia de la vida. Porque si de algún campo podemos aprender en este asunto, este es sin duda la biología:
Redundancia: disponer de varios recursos o mecanismos que puedan cumplir las misma función que desempeña el mecanismo principal. Esto hará que, ante una posible rotura de este, podamos seguir operando sin interrumpir nuestra actividad. De hecho, muchos de nuestros órganos están duplicados por esta misma razón.
Buffer: consiste en guardar por defecto un margen de seguridad de la capacidad máxima de nuestro sistema. Esto nos permitirá afrontar con mayor éxito las demandas no planificadas (incertidumbre). Además de ello, el buffer alentecerá la degradación del sistema, ya que no hay mayor desgaste que un sistema funcionando al 100% todo el tiempo. ¿Cuánto tiempo aguanta un trabajador funcionando al límite de sus capacidades?
Simplicidad: cuanto más eslabones tiene una cadena, más fácil es que uno de ellos se pueda romper. Pura estadística. Por ello, por definición deberíamos tratar de mantener las cosas tan simples como sea posible. En igualdad de condiciones, menor complejidad equivale a menor riesgo.
Aislamiento: en el entorno organizativo se habla mucho del valor de la transversalidad (p.ej.: rotura de silos). Sin embargo, aislar tiene también sus beneficios. Cuando una parte del sistema se rompe, el resto de elementos no se verán afectados porque operan de forma independiente. Recientemente hemos visto grandes sistemas fallar —como el sistema bancario—, precisamente por estar demasiado conectado. El aislamiento funciona de cortafuegos natural ante la fallida de uno de los elementos. Un buen sistema, por tanto, deberá mantener un buen balance entre aislamiento y conexión.
Distribución: hace un tiempo hablé del bus factor1, un concepto que refiere al nivel de vulnerabilidad de una organización en función del número de personas cuyo conocimiento resulta imprescindible. Distribuir es una de las mejores formas de minimizar el riesgo, porque a medida que repartimos la responsabilidad, diversificamos nuestra dependencia a elementos específicos. En los últimos años, blockchain nos ha dado un clase magistral de seguridad basada precisamente en esta idea. De hecho, Bitcoin sigue a día de hoy sin ser corrompido gracias a este mismo principio.
Ganar es permanecer
Nuestra cultura imperante, basada en la inmediatez, nos empuja a perseguir siempre el resultado rápido. Sin embargo, el éxito muchas veces tiene más que ver con la persistencia, que con la rapidez.
El deportista de élite lo es, entre otras cosas, porque ha logrado «resistir» las distintas pruebas que se le han ido presentando a lo largo de su trayectoria. El trabajador que hoy tiene una posición de prestigio, tubo anteriormente que lidiar con las múltiples dificultades en sus anteriores etapas profesionales. Muchas de las multinacionales actuales, lo son, porque en el pasado supieron mantener el pulso cuando su vida pendía de un hilo.
El tiempo es la principal batalla que librar. Porque mientras permanecemos, el resto de contendientes van cayendo. Ley natural. De hecho, esta es la lógica competitiva por la que se rige el sector startup: la propuesta disruptiva que logra resistir más tiempo, se lo lleva todo. Winner, takes it all.
Por todo ello, insto a mirar la optimización con más perspectiva. Más si aceptamos el que el mundo se ha vuelto más impredecible que nunca. A lo largo del texto, creo haber reflejado los distintos matices que se establecen en entre optimización y supervivencia. Una relación que, aunque durante muchos momentos van de la mano, en un determinado punto, se despegan para seguir cursos de acción distintos. Es en ese preciso instante, cuando nos estamos debatiendo entre si exprimir un poco más los números o ser más conservadores (resilientes), deberíamos priorizar siempre lo segundo. Porque el juego, en primera instancia, va de tener un juego al que jugar.
El éxito se asemeja más una carrera de fondo que a un sprint. Por eso, simplemente asegúrate de mantenerte en el juego durante el suficiente tiempo. Si lo haces, puedes estar tranquilo. Mira atrás: verás que ya no te sigue nadie. Ya solo te queda cruzar la linea de meta. Victoria.